Cinéclub

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estreno 11 de diciembre

Se trata de una película sobre un cine que se cierra, sobre unos filmes sin audiencia (cuyo único público afectivamente implicado está formado por el protagonista de la película), y sobre una experiencia, la del consumo de cine en colectividad, que ha perdido su razón de ser. «¿Cuánto tiempo crees que va a durar esto?», y «No lo sé. Pero no creo que sea mucho», así se replican la taquillera y el proyeccionista de Cinéclub cuando se encuentran en la cabina de proyección.
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Cinéclub es la historia del actual cierre de los cines de arte y ensayo. El cine va muriendo, y sus habitantes -proyeccionista, taquillera, espectador- van desapareciendo con él, tiñéndose de anacronismo.
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Salomón Shang, que a parte de ser director también es productor y exhibidor, conoce bien este proceso y nos sumerge en su atmósfera asfixiante. La decadencia del cine corre en paralelo al enamoramiento que siente uno de los pocos espectadores por la taquillera, a pesar de la persistente indiferencia de ésta.
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La película, que se estrenará el 11 de diciembre, fue rodada en Barcelona, en una sala de cine que finalmente cerró este verano. Dirigida por Salomón Shang, cuenta con Anna Garcia, Matthieu Duret, Manuel Rudi, Àngels Torrent, y la aparición de Tony Corvillo y Núria Prims.
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Cinéclub ha sido una de las películas seleccionadas por la Acadèmia del Cinema Català para participar en las jornadas Catalan Movies & Awards in Hollywood, celebradas recientemente con el objetivo de conseguir la participación de películas en V.O. catalana en los Oscars.
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Notas del director
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Cinéclub es un film que realicé en el año 2007-08 en pleno estado de depresión personal, en un momento en mi vida en que hacer cine resultaba el único consuelo ante una mirada negra, catastrófica y alcohólica de la vida. Tras salir de esa horrible etapa y haberla superado, gracias a mi esfuerzo y a la ayuda médica, decidí empezar a hacer las películas que me interesaban, como por ejemplo El Asesino a sueldo y La Leyenda del Innombrable, ambas finalizadas de rodar y en proceso de post-producción para ser estrenadas a principios del 2010. Pero para pasar página definitivamente, antes debo estrenar el último resquicio de la peor etapa de mi vida.
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En Cinéclub reivindico mi condición de cinéfilo ambivalente, como oxímoron andante en el que en su día peleaban las modernidades (la presión de la tradición europea por la que creo sentir afinidad; la experiencia de los grandes clásicos) con las corrientes populares (ese cine abigarrado, principalmente hongkonés, que devoraba junto a mis amigos), es un espectro más del cine anónimo, sin nombre, de mi película, ese cine que cierra sus puertas, inevitablemente, con una película de un pionero (Griffith).
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Ya, antes de Cinéclub, me habían señalado (los más generosos) por el peso que lo metalingüístico tenía en mi cine: los vínculos intertextuales entre unos filmes en los que se repiten personajes y situaciones, donde se producen los «no» diálogos e implicaciones del work in progress, la presencia en ellos de personajes que reproducen los gestos del cine (el voyeur, una de mis humildes figuras), que consumen imágenes y sonidos, que ruedan películas amateurs…, un puzzle de elementos fílmicos y cinematográficos que intentan, y no siempre consiguen, penetrar en la expresión y el contenido. A estos hechos hay que añadir que todos los cineastas-pintores, a los que admiro, terminan hablando, además de cualesquiera sean los temas recurrentes en su obra, del dispositivo, del modo de representación. El plano pictórico es el que es hermético, aquél que por un instante nos parece enmarcado, no sujeto a la dinámica metonímica (es decir, que no necesita del anterior ni del posterior para que en él florezca el significado), y que por ello nos hace intuir la presencia de la metáfora (lo que no siempre llega, a pesar de lo que digan los amantes de la exactitud simbólica). Mis películas anteriores a mi curación de la depresión se caracterizan por esta tipología de planos que exploran, en su quietud, la duración, y Cinéclub posee los últimos. Pequeños juegos de lenguaje que parecen conectarme con aquellos camaradas que descubrían, en el decisivo paso del mudo al sonoro, que con el sonido nacía la economía expresiva, y que son las fuentes sonoras las que se pueden encargar de horadar el plano, de introducir en el espacio la promesa de una narración. Al principio del filme, en un largo (no sólo por la duración, también por lo estático) y profundo plano, la joven que atiende la taquilla del cine, sale de su «hábitat» y pasa el tiempo perdido en la puerta. La profundidad sustituye al habitual despliegue analítico en tomas, al goce eminentemente formal, rítmico si se quiere.
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La dominante autorreferencial es absoluta en Cinéclub (creo que en aquel momento ya no me quedaban muchas historias que contar… el alcohol destruye la lucidez progresivamente) por el tema del filme, el cierre de la enorme sala, la mutación en la creación y el consumo de cine clásico, ése que se encuentra solapado a las reconocibles historias de deseo, a la poética del desperdicio y el desencuentro. He de reconocer que Cinéclub profundiza en mi personal obsesión de entonces con el cine y la imagen. Vestida, aparentemente, con los ropajes de la nostalgia. El texto y el contexto así lo afirman, pues se trata de una película sobre un cine que se cierra, sobre unos filmes sin audiencia (cuyo único público afectivamente implicado está formado por el protagonista de la película), y sobre una experiencia, la del consumo de cine en colectividad, que ha perdido su razón de ser. «¿Cuánto tiempo crees que va a durar esto?», y «No lo sé. Pero no creo que sea mucho», así se replican la taquillera y el proyeccionista de Cinéclub cuando se encuentran en la cabina de proyección. La melancólica conversación viene antecedida por un plano, de larga duración, en el que hemos visto al proyeccionista rebobinar una película. No soy un cineasta nostálgico, alguien que desee detener el tiempo y volver a una arcadia inamovible y medio inventada con cine de género popularmente consumido y lindas canciones tristes. Sin duda era un hombre deprimido, con una mirada depresiva sobre el cine y un cineasta interesado en los productos culturales y de entretenimiento que constituyeron el paisaje afectivo de aquellos años perdidos.
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La invocación en Cinéclub, es sin duda, el pasado del cine (todas las películas que se proyectan en esa pantalla), pero para jugar a la síntesis, para experimentar con la mezcla de ese legado por un lado y de su estilo mínimo y ritualizado por otro, no tanto para homenajear o llorar lo que se ha ido para siempre: el cine como experiencia y espacio no rima ya aquí con el sueño (sólo la actriz Núria Prims cuando asiste al pase de su película, «Tomándote», víctima de la dimensión frankensteiniana del cine, parece implicarse con la ilusión); a la cual podemos añadir, durante algunos segundos, a la joven taquillera cuando se abisma en él desde detrás de la pantalla. Y es que Cinéclub trata de la pérdida del visionado en colectividad del cine, y con él, de la muerte de una sala. De unas películas que ya son historia porque sólo siguen interesando a aquéllos individuos totalmente descontextualizados.
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Salomón Shang
Cinéclub

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